La agonía de una era y cómo puede impactar en el mundo
El martes 7 el presidente de Estados Unidos perdió por "paliza" las elecciones legislativas. Y así, el control del Congreso. Se especula con una lenta retirada de Irak y una nueva ronda de paz en Oriente Medio. También se acabarían los acuerdos de libre comercio. ¿Es el fin del modelo neoconservador?
Se puede argumentar que lo sucedido el martes pasado en Estados Unidos fue apenas una elección de mitad de término, esas que no definen el escenario grande, la Presidencia. Y que el resultado no hizo sino acentuar un cuadro de todos modos preexistente: otro presidente, en este caso George W. Bush, encaminado hacia la parte más débil de su mandato, los dos años finales sin posibilidad de reelección a la vista. Pero creer que no supondrá modificaciones, quizá incluso dramáticas, en el país y en su situación internacional, es algo que sólo los vapuleados miembros del Partido Republicano pueden ahora intentar mientras lamen sus heridas.
En muchos sentidos Bush y los suyos atravesaban ya la primera de cinco fases en que sume cualquier pérdida, aun antes que los resultados finales del escrutinio fuesen inapelables y cuando sólo las encuestas eran aves de mal presagio. Esta primera reacción fue la negación.
Escuchemos lo que dijeron tres de los intelectuales de la derecha: Charles Krauthammer, incondicional de Bush, escribió en The Washington Post el viernes pasado que una victoria demócrata sería "sustancial, sí; histórica, no". Y en el crítico tema de Irak, añadió, "si los amigos y enemigos la interpretan como un mandato para rendirse, se equivocarán".
Un día antes, en el mismo diario, el académico ultraconservador Robert Kagan aseguró que la política exterior de Estados Unidos "tiene más continuidades que discontinuidades" y advirtió: "Muchos alrededor del mundo se entusiasmarán con una derrota republicana. Deberían disfrutarla mientras puedan. Porque cuando el humo se disipe todos se encontrarán lidiando con el mismo Estados Unidos, con sus virtudes y defectos."
Por último, Wiliam Safire, antiguo redactor de discursos para el ex presidente republicano Richard Nixon, predijo ayer en The New York Times que el potencial de los demócratas sería limitado: "Se van a dividir antes que después."
Los tres manipularon verdades parciales para construir un muro de contención de la derrota en las urnas, que se vuelve apenas virtual si uno considera lo sucedido en las primeras 48 horas poscomicio. Los legisladores de la nueva mayoría demócrata en ambas Cámaras comenzaron a trabajar ayer mismo, aunque no asumirán sus cargos hasta el 1ø de enero próximo, en la definición de una estrategia para lograr que Bush cambie de política en Irak. Era inevitable; si algo recibieron de las urnas los demócratas que no pueden ignorar es un mandato para cambiar la guerra del desastre.
Harry Reid, futuro jefe de la mayoría en el Senado, y Nancy Pelosi, futura presidenta de la Cámara de Representantes (Diputados), insistieron ambos en esa línea de cambio, aun mientras aceptaban los gestos conciliatorios de un presidente que se ha quedado sin alternativa.
Pero más que eso, el jefe del Estado Mayor Conjunto, general Peter Pace, convocó a un nuevo grupo de oficiales antes no escuchados y les ordenó "repensar" la guerra con la libertad que da la partida de Defensa del asfixiante Donald Rumsfeld y el arribo de Robert Gates, considerado como un miembro "moderado" del clan que lidera Bush padre. Apenas dos días antes de la elección, el diario del Ejército, The Army Times, había tomado la arriesgada decisión de publicar un editorial demandando el despido de Rumsfeld en el que señalaba que esa era la convicción de muchos de los comandantes que sirven en el teatro de operaciones.
Los republicanos tienen en esto sus propios problemas. Una comisión presidencial que encabeza el ex secretario de Estado de George Bush padre, James Baker III, está a punto de divulgar su propio estudio sobre la guerra que dicen será crítico sobre cómo fue planificada y ejecutada y sugerirá que quizá haya que resignarse a la idea de una partición de Irak como Estado fallido (kurdo en el norte, sunnita en el centro y shiíta en el sur) retrotrayendo esa región del mundo a una realidad colonial de comienzos del siglo XX, cuando Inglaterra evaluaba opciones. Varios militares y civiles han advertido contra esta resignación porque eso sería dicen abandonar al actual Irak en las garras de un caos inevitable.
Pero lo de Irak y su evolución es tan sólo una faceta del múltiple problema que enfrenta el hegemón estadounidense. ¿Qué pasará ahora que el eje básico de la alianza que opera en Irak y Afganistán tiene dos liderazgos deshilachados y desprestigiados? La situación de Bush se refleja como un cálculo milimétrico en el espejo del dañado primer ministro británico, Tony Blair. Si la lógica de esa guerra era cautiva de esos dos hombres, ¿qué quedará ahora de ella?
Blair dejará su cargo en junio próximo y su sucesor más probable, Gordon Brown, tendrá muy en cuenta con quiénes deberá tender puentes hacia el otro lado del Atlántico, aunque a Bush le reste un año y medio más en la Casa Blanca. El razonamiento es sencillo: Blair aceleró su caída empeñado en actuar teledirigido desde Washington en la cuestión Irak, y ahora la dirección de Bush ha sido rechazada por su propia sociedad. ¿Dónde puede parapetarse Blair?
Hay aún más en juego. ¿Qué hacer con las crisis de Corea del Norte e Irán? Algunos temen un golpe de mano de Bush durante el 2007, el 2008 es un año imposible en el que nadie querrá ir a elecciones presidenciales con más destrucción, sangría o un petróleo a 120 dólares el barril. Pero aunque Bush conserve intacta su condición de comandante en jefe de los militares y sea el actor principal de la política exterior, no podrá evitar que el nuevo Congreso le construya un cerco político burocrático, comenzando por las salidas marcadas como fuga hacia adelante: léase Teherán y Pyongyang.
La política exterior y, consecuentemente, la continuidad de Condoleezza Rice en el Departamento de Estado están ya bajo la lupa. Las ideas que tienen los demócratas hablan de promover acercamientos con Irán y Siria y de forzar una nueva ronda pacificadora en Oriente Medio, quizás menos dispuestos a escuchar la razón monocorde de Israel que sigue comprando críticas internacionales desde la guerra en el Líbano y ahora con sus ataques a mansalva en Gaza.
Es sintomático que Bush tenga problemas con el actual Congreso, no ya con el que vendrá en enero, para confirmar la designación del polémico John Bolton como representante permanente de Estados Unidos ante la ONU. Son los miembros de esta mayoría republicana en el Senado los que advierten que tampoco ellos pueden ignorar los resultados críticos de las urnas, aun cuando sus mandatos caduquen dentro de dos meses.
La idea del libre comercio también tiembla ahora. Es poco probable que la mayoría demócrata le renueve a Bush el mandato de vía rápida para negociar acuerdos internacionales y que más proteccionista por tradición revise hasta la exasperación las cláusulas de los que ya rubricó el presidente. En este sentido, el Parlamento puede demorar la aprobación de los acuerdos casi sine die o puede rechazarlos in totum, ya que no está facultado para cuestionarlos parcialmente.
La agónica ronda de negociaciones Doha de la Organización Mundial de Comercio corre también peligro y, por si fuese poco, los principales sindicatos estadounidenses informó ayer The New York Times están desempolvando sus agendas de reclamos en las que libre comercio no figura siempre como una buena frase.
Nada de esto quiere decir que los demócratas la llevarán cuesta abajo. En Irak deberán tener cuidado de no dar la razón a Bush y a los suyos cuando los acusan de traidores que desean abandonar las tropas, por lo que un recorte del presupuesto de la guerra quizá el modo más directo de empujar un retiro del Golfo Pérsico no es un recurso que esté cercano.
Tendrán antes que terminar de desacreditar la guerra y su conducción sin gritarlo a voz en cuello y para ello está el recurso de las comisiones investigadoras, los paneles especiales y otros. Pero en esto tampoco podrán dejarse llevar por el viento porque no es seguro que no terminen siendo percibidos como una patota que quiere cortarle la cabeza a Bush, comprometiendo en el camino el equilibrio institucional. ¿Puede haber un Watergate en el horizonte de Bush? Puede, pero es improbable.
Los demócratas enfrentarán de modo simultáneo la tarea de reconstruir la fe del público en el Poder Legislativo, que hoy es la más baja en casi dos décadas. La mayoría republicana les deja, por ejemplo, un legado de corrupción y escándalo. Desde 1994, cuando los republicanos tomaron la mayoría de ambas cámaras al grito de valores morales, no menos de dos presidentes de la baja (Newt Gingrich y Bob Livingston) renunciaron en medio de escándalos sexuales; Tom Delay, figura importante del liderazgo republicano, terminó acusado de corrupción ante los tribunales y una estrellita del bloque, Mark Foley, sucumbió a sus instintos de pedófilo con los menores del Congreso. La asimetría que tuvieron los neoconservadores entre discurso y comportamiento, es una metáfora adecuada de la era Bush, aunque se iniciara en el Capitolio seis años antes de su llegada a la Presidencia.
Desnudar esta realidad es para los demócratas vital si pretenden ser algo más que un mero interregno entre dos mayorías republicanas y, en especial, si aspiran a prolongar esta victoria en la recuperación de la Casa Blanca dentro de dos años. No puede ser todo energía y agresividad, ninguna democracia moderna reacciona bien cuando la oposición subordina la gobernabilidad a los deseos electorales.
Por eso, aunque sepamos ya que la era Bush está en agonía irreversible, todavía no sabemos exactamente cómo morirá.
Oscar Raúl Cardoso, Clarin
Se puede argumentar que lo sucedido el martes pasado en Estados Unidos fue apenas una elección de mitad de término, esas que no definen el escenario grande, la Presidencia. Y que el resultado no hizo sino acentuar un cuadro de todos modos preexistente: otro presidente, en este caso George W. Bush, encaminado hacia la parte más débil de su mandato, los dos años finales sin posibilidad de reelección a la vista. Pero creer que no supondrá modificaciones, quizá incluso dramáticas, en el país y en su situación internacional, es algo que sólo los vapuleados miembros del Partido Republicano pueden ahora intentar mientras lamen sus heridas.
En muchos sentidos Bush y los suyos atravesaban ya la primera de cinco fases en que sume cualquier pérdida, aun antes que los resultados finales del escrutinio fuesen inapelables y cuando sólo las encuestas eran aves de mal presagio. Esta primera reacción fue la negación.
Escuchemos lo que dijeron tres de los intelectuales de la derecha: Charles Krauthammer, incondicional de Bush, escribió en The Washington Post el viernes pasado que una victoria demócrata sería "sustancial, sí; histórica, no". Y en el crítico tema de Irak, añadió, "si los amigos y enemigos la interpretan como un mandato para rendirse, se equivocarán".
Un día antes, en el mismo diario, el académico ultraconservador Robert Kagan aseguró que la política exterior de Estados Unidos "tiene más continuidades que discontinuidades" y advirtió: "Muchos alrededor del mundo se entusiasmarán con una derrota republicana. Deberían disfrutarla mientras puedan. Porque cuando el humo se disipe todos se encontrarán lidiando con el mismo Estados Unidos, con sus virtudes y defectos."
Por último, Wiliam Safire, antiguo redactor de discursos para el ex presidente republicano Richard Nixon, predijo ayer en The New York Times que el potencial de los demócratas sería limitado: "Se van a dividir antes que después."
Los tres manipularon verdades parciales para construir un muro de contención de la derrota en las urnas, que se vuelve apenas virtual si uno considera lo sucedido en las primeras 48 horas poscomicio. Los legisladores de la nueva mayoría demócrata en ambas Cámaras comenzaron a trabajar ayer mismo, aunque no asumirán sus cargos hasta el 1ø de enero próximo, en la definición de una estrategia para lograr que Bush cambie de política en Irak. Era inevitable; si algo recibieron de las urnas los demócratas que no pueden ignorar es un mandato para cambiar la guerra del desastre.
Harry Reid, futuro jefe de la mayoría en el Senado, y Nancy Pelosi, futura presidenta de la Cámara de Representantes (Diputados), insistieron ambos en esa línea de cambio, aun mientras aceptaban los gestos conciliatorios de un presidente que se ha quedado sin alternativa.
Pero más que eso, el jefe del Estado Mayor Conjunto, general Peter Pace, convocó a un nuevo grupo de oficiales antes no escuchados y les ordenó "repensar" la guerra con la libertad que da la partida de Defensa del asfixiante Donald Rumsfeld y el arribo de Robert Gates, considerado como un miembro "moderado" del clan que lidera Bush padre. Apenas dos días antes de la elección, el diario del Ejército, The Army Times, había tomado la arriesgada decisión de publicar un editorial demandando el despido de Rumsfeld en el que señalaba que esa era la convicción de muchos de los comandantes que sirven en el teatro de operaciones.
Los republicanos tienen en esto sus propios problemas. Una comisión presidencial que encabeza el ex secretario de Estado de George Bush padre, James Baker III, está a punto de divulgar su propio estudio sobre la guerra que dicen será crítico sobre cómo fue planificada y ejecutada y sugerirá que quizá haya que resignarse a la idea de una partición de Irak como Estado fallido (kurdo en el norte, sunnita en el centro y shiíta en el sur) retrotrayendo esa región del mundo a una realidad colonial de comienzos del siglo XX, cuando Inglaterra evaluaba opciones. Varios militares y civiles han advertido contra esta resignación porque eso sería dicen abandonar al actual Irak en las garras de un caos inevitable.
Pero lo de Irak y su evolución es tan sólo una faceta del múltiple problema que enfrenta el hegemón estadounidense. ¿Qué pasará ahora que el eje básico de la alianza que opera en Irak y Afganistán tiene dos liderazgos deshilachados y desprestigiados? La situación de Bush se refleja como un cálculo milimétrico en el espejo del dañado primer ministro británico, Tony Blair. Si la lógica de esa guerra era cautiva de esos dos hombres, ¿qué quedará ahora de ella?
Blair dejará su cargo en junio próximo y su sucesor más probable, Gordon Brown, tendrá muy en cuenta con quiénes deberá tender puentes hacia el otro lado del Atlántico, aunque a Bush le reste un año y medio más en la Casa Blanca. El razonamiento es sencillo: Blair aceleró su caída empeñado en actuar teledirigido desde Washington en la cuestión Irak, y ahora la dirección de Bush ha sido rechazada por su propia sociedad. ¿Dónde puede parapetarse Blair?
Hay aún más en juego. ¿Qué hacer con las crisis de Corea del Norte e Irán? Algunos temen un golpe de mano de Bush durante el 2007, el 2008 es un año imposible en el que nadie querrá ir a elecciones presidenciales con más destrucción, sangría o un petróleo a 120 dólares el barril. Pero aunque Bush conserve intacta su condición de comandante en jefe de los militares y sea el actor principal de la política exterior, no podrá evitar que el nuevo Congreso le construya un cerco político burocrático, comenzando por las salidas marcadas como fuga hacia adelante: léase Teherán y Pyongyang.
La política exterior y, consecuentemente, la continuidad de Condoleezza Rice en el Departamento de Estado están ya bajo la lupa. Las ideas que tienen los demócratas hablan de promover acercamientos con Irán y Siria y de forzar una nueva ronda pacificadora en Oriente Medio, quizás menos dispuestos a escuchar la razón monocorde de Israel que sigue comprando críticas internacionales desde la guerra en el Líbano y ahora con sus ataques a mansalva en Gaza.
Es sintomático que Bush tenga problemas con el actual Congreso, no ya con el que vendrá en enero, para confirmar la designación del polémico John Bolton como representante permanente de Estados Unidos ante la ONU. Son los miembros de esta mayoría republicana en el Senado los que advierten que tampoco ellos pueden ignorar los resultados críticos de las urnas, aun cuando sus mandatos caduquen dentro de dos meses.
La idea del libre comercio también tiembla ahora. Es poco probable que la mayoría demócrata le renueve a Bush el mandato de vía rápida para negociar acuerdos internacionales y que más proteccionista por tradición revise hasta la exasperación las cláusulas de los que ya rubricó el presidente. En este sentido, el Parlamento puede demorar la aprobación de los acuerdos casi sine die o puede rechazarlos in totum, ya que no está facultado para cuestionarlos parcialmente.
La agónica ronda de negociaciones Doha de la Organización Mundial de Comercio corre también peligro y, por si fuese poco, los principales sindicatos estadounidenses informó ayer The New York Times están desempolvando sus agendas de reclamos en las que libre comercio no figura siempre como una buena frase.
Nada de esto quiere decir que los demócratas la llevarán cuesta abajo. En Irak deberán tener cuidado de no dar la razón a Bush y a los suyos cuando los acusan de traidores que desean abandonar las tropas, por lo que un recorte del presupuesto de la guerra quizá el modo más directo de empujar un retiro del Golfo Pérsico no es un recurso que esté cercano.
Tendrán antes que terminar de desacreditar la guerra y su conducción sin gritarlo a voz en cuello y para ello está el recurso de las comisiones investigadoras, los paneles especiales y otros. Pero en esto tampoco podrán dejarse llevar por el viento porque no es seguro que no terminen siendo percibidos como una patota que quiere cortarle la cabeza a Bush, comprometiendo en el camino el equilibrio institucional. ¿Puede haber un Watergate en el horizonte de Bush? Puede, pero es improbable.
Los demócratas enfrentarán de modo simultáneo la tarea de reconstruir la fe del público en el Poder Legislativo, que hoy es la más baja en casi dos décadas. La mayoría republicana les deja, por ejemplo, un legado de corrupción y escándalo. Desde 1994, cuando los republicanos tomaron la mayoría de ambas cámaras al grito de valores morales, no menos de dos presidentes de la baja (Newt Gingrich y Bob Livingston) renunciaron en medio de escándalos sexuales; Tom Delay, figura importante del liderazgo republicano, terminó acusado de corrupción ante los tribunales y una estrellita del bloque, Mark Foley, sucumbió a sus instintos de pedófilo con los menores del Congreso. La asimetría que tuvieron los neoconservadores entre discurso y comportamiento, es una metáfora adecuada de la era Bush, aunque se iniciara en el Capitolio seis años antes de su llegada a la Presidencia.
Desnudar esta realidad es para los demócratas vital si pretenden ser algo más que un mero interregno entre dos mayorías republicanas y, en especial, si aspiran a prolongar esta victoria en la recuperación de la Casa Blanca dentro de dos años. No puede ser todo energía y agresividad, ninguna democracia moderna reacciona bien cuando la oposición subordina la gobernabilidad a los deseos electorales.
Por eso, aunque sepamos ya que la era Bush está en agonía irreversible, todavía no sabemos exactamente cómo morirá.
Oscar Raúl Cardoso, Clarin
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