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CAPACITACION EN COSTOS Y GESTION

Emprendedorismo: el miedo chilensis a arriesgar... y al ridículo

El conservadurismo empresarial chileno nos tiene entrampados. Aquí -donde los ejecutivos se apegan a las formalidades, a los manuales de cortapalos y a los objetivos corporativos rígidos- los proyectos que rompen el statu quo, que remecen las metas sacrosantas y amenazan al establishment gerencial, suelen ser desechados sin mayor respeto. Le tenemos miedo al ridículo y al riesgo. Pero todos los empresarios emergentes quieren llevar el bastón de mariscal en su mochila.

Una de las cosas que llaman la atención del mundo empresarial chileno son los pocos emprendedores que nacen de nuestras más prestigiosas escuelas de negocios. Hace algún tiempo tuve la ocasión de participar en un debate en la Escuela de Economía de la Universidad Católica, organizado por su centro de alumnos. Luego del panel siguió un almuerzo con estudiantes y profesores. Los profes se mostraban preocupados por el bajo nivel que estaba tomando la inversión en Chile. Los jóvenes por la demanda de trabajo: era sólo natural. Entonces, de sopetón, les pregunté: ¿Cuántos ex alumnos salieron a trabajar en sus propias empresas el último año?

Lo pensaron un instante y la respuesta fue desoladora: "uno solo, el año antepasado, creo".

Por cierto que es comprensible: quienes se emplean en bancos y grandes empresas tienen asegurado un crédito automotriz, otro hipotecario a 30 años, isapre, APV, etc. Quien salga a trabajar en lo propio no tiene asegurado más que un ejecutivo de cuenta sorprendido al frente, con cara de estupor: "¿Una empresa nueva?, ¿tuya?, ¿sin experiencia?, ¿sin tres balances auditados?, ¿sin aval de tu papito?....muuuuy complicado lo veo?". Igual de complicada que la explicación a la señora (sin crédito automotriz no hay Subaru y sin hipotecario ni pensar en una casita en La Dehesa) y también a la suegra ("Este niñito enloqueció: ¡le ofrecieron un puesto en el banco y lo rechazó!")

Pero no es sólo eso.

Hoy más que nunca es indispensable vencer la inercia del mundo empresarial chileno que es muy, pero muy, conservador (mal que mal, los emprendedores son formados por las suegras, madres y parientes). Y, por sobre todo, superar ese miedo atávico a hacer el loco en una aventura empresarial inédita, distinta, propia.

El tinterillo

Doblegar el miedo al ridículo en Chile no es un tema menor: hablamos bajito, nos vestimos de gris, utilizamos diminutivos, rehusamos a hacer valer nuestros derechos frente al mozo del restorán, al empleado de la tienda y al jefe.

Esto se enseña desde niño: por eso cuando el profesor formula una pregunta, todos bajan la cabeza y tratan de hacerse invisibles. Una mala respuesta atrae las burlas de compañeros y de docentes. En las universidades el cuento es idéntico. Y en los seminarios de ejecutivos empeora. En las reuniones de negocios ídem. Juan Chileno evita preguntar, contestar y proponer: se pueden terminar riendo de él. Y cargando un sobrenombre que le recuerde de por vida su atrevimiento.

Un recuerdo al respecto: estábamos como en tercera preparatoria en el Verbo Divino, aprendiendo a leer con el señor Jeria. Era el libro plomo que venía después del "Hispanoamericano" con sus banderas y "El Gigante Egoísta". Ese libro plomo tenía letras chicas y cuentos nuevos: "El Ratón Agudo" y "La Ira", entre otros. El señor Jeria, por algo que no me acuerdo, le llamó la atención a uno de nuestros compañero (llamémoslo Pérez). Este consideró la causa injusta y protestó con aplomo y con todo el derecho del mundo. Pero en esa época esos derechos eran inexistentes, al menos en el Verbo Divino. Y el señor Jeria que además de buen profesor y malas pulgas era muy rápido, lo paró en seco: "¡Cállate tinterillo!".

En ese momento pensamos que el mote tenía que ver con alguna mancha de tinta de Pérez. Fue un paso más en nuestro largo aprendizaje para callarnos, obedecer y conceder derechos. Con el tiempo descubrimos que a los abogados "chantas" les decían tinterillos. Y como "Tinterillo" quedó Pérez hasta hoy, a pesar de sus méritos como eximio profesional médico.

Pero no fue el único sobrenombre: en la manipulación del ridículo había una creatividad asombrosa. Todos los animales pululaban por mi curso: perros, gatos, lechuza y hasta un zorrillo. Y en el colmo de la sofisticación, un "uriápulus" (una extraña derivación del apellido Ureta). Al futuro poeta Rodrigo Lira Canguilhem (Q.E.P.D.), niño cultísimo, le pusimos "el Enciclopédico". Claro, llamaba la atención que supiera cosas que no se enseñaban en clases. Manterola era "el Reporter Esso": sabía todas las últimas copuchas.

El actual ministro de Hacienda escribió -antes de ocupar el cargo, en una de sus columnas ultraliberales- que nuestro esquema de sobrenombres infantiles violaba no sólo la corrección política, sino además los derechos humanos básicos: mientras en USA se trataban de Rob, Bob, Pete y Matt, aquí éramos "Negro", "Pájaro", "Diuca", "Chancho", "Roto" y por supuesto, los innumerables "Turcos" (sus padres o abuelos venían de Palestina, huyendo justamente de las persecuciones del imperio turco).

El caso de los hot dogs

Pero volvamos al mundo de los negocios y los problemas que encuentran los emprendedores jóvenes (y los no tanto también) en su búsqueda de apoyo hacia sus nuevas ideas.

Una de las primeras preguntas incómodas con que se topará nuestro héroe es: "¿Hay alguna experiencia en el extranjero al respecto?". Porque para nuestra comunidad de negocios es difícil que una idea nueva sea puramente chilena. Si no se le ocurrió a alguien afuera, no es digna ni de análisis. Menos mal que ni Bill Gates ni los creadores de youtube.com preguntaron primero en Chile: les habrían espetado el clásico "yaaaa, saaaale?".

Pero, supongamos que la idea existe afuera. Tomo como ejemplo el caso de los Pronto Copec. En casi todos los países desarrollados las bombas de bencina expendían hot dogs: se había superado el primer gran escollo. La idea entonces, de la gerencia comercial de Copec, fue replicar el modelo acá. De inmediato surgió la batería de argumentos que ponían en entredicho el quiebre con la tradición:

1) "¿Hot dogs en las bencineras?.. ¿Pero tú crees que la gente va a parar en la carretera por un hot dog?.. Pararán en los Juan y Medio, en los Bavaria, pero no en una bomba. Olvídalo".

2) Y el clasismo añadido: "¿Vas a mezclar los baños de los camioneros con los de los automovilistas? ¡Olvídalo!".

3) Y el consabido por qué nosotros primero: "Oye, pero si es tan buena la idea ¿por qué no lo han hecho la Shell o la Esso?".

4) Y lo más precioso -para una gran empresa como Copec que fabricaba plantas de celulosa y aserraderos, y competía en el mundo global con monstruos como Georgia Pacific, Schlumberger, International Paper y otras-: "Es que nosotros no tenemos ningún expertise en hacer hot dogs (mi hijo pequeño los fabrica excelentes)... deberíamos asociarnos con una compañía experta".

Finalmente la idea de los Pronto Copec funcionó, fueron los líderes (adelantándose a la Shell y a la Esso) y gracias a eso marginan más en las salchichas que en la bencina.

Pero por Dios que costó quebrar la tradición, los "objetivos inmutables", el fastidioso focus y el miedo al ridículo ("¿nosotros vendiendo hot dogs?.. chuta...").

Dos tipos de errores

Al evaluar un nuevo negocio se pueden cometer dos tipos de errores:

1) El tradicional, que es llevar a cabo una mala idea e implementarla. Este error es medible. Se percibe en los balances, se entera todo el mundo. Hay muchísimas técnicas para evitarlo: simulaciones, ejercicios de Montecarlo, betas industriales, VAN, Wack, EVA y miles de textos que describen ad libitum cómo evitar equivocaciones tradicionales y luego volver a buscar trabajo cauda intra crura (con la cola entre las piernas).

2) El error tipo beta: esto es desechar un buen proyecto antes de hacerle un análisis. Y desecharlo por malas razones. Un ejemplo clásico fue el rechazo de Ross Perot a adquirir en US$ 10 millones el 30% de Microsoft cuando esta firma recién partía: él no se metía en negocios de poco volumen. O el de la IBM que "pasó" y prefirió no comprar la patente industrial de la fotocopiadora, porque "dicha máquina nunca reemplazaría a la eficiente secretaria americana equipada con su máquina de escribir IBM".

El error tipo beta no deja huellas: es indetectable. No se sufren humillaciones por su culpa. Tampoco se hace el ridículo. Pasa "piolita" y nadie hace preguntas incómodas ni antes ni después. Es como una invitación a cometerlos. Y en un país con pavor al ridículo es mucho más que habitual.

En Chile -en donde los ejecutivos se apegan a las formalidades, a los manuales de cortapalos y a los objetivos corporativos rígidos- los proyectos que rompen el statu quo, que remecen las metas sacrosantas y amenazan al establishment gerencial, suelen ser desechados sin mayor respeto. Aquí transformar una empresa de bosques como era Nokia en una de tecnología de telecomunicaciones de punta habría sido casi imposible: "¿Hay experiencia en el extranjero? ¿Cómo se te ocurre si en esta empresa nos dedicamos a los bosques? ¿Existe algún socio con expertise para hacerlo?".

Por eso las grandes empresas chilenas prefieren crecer comprando a otras del mismo rubro que entrar a nuevos negocios (aplaudamos a los Navarro). Y les gustan los negocios regulados: están bendecidos por el Estado y pueden recibir su ayuda generosa en caso de catástrofes.

Pero en fin: no es mi idea reírme del Chilean entrepreneurial establishment. Ni del abandono y descuido de las autoridades respecto de la clase joven emprendedora. Una salvedad: no pasa sólo aquí. Lord Keynes nos dice en su General Theory of Employment que "la sabiduría mundana nos enseña que es mejor para la reputación fallar (en negocios) convencionalmente que tener éxito en forma no convencional?".

Este es un llamado de atención respecto de nuestro desprecio a la creatividad. A la falta total de apoyo hacia ella. A nuestro sistema educacional y social que castiga la novedad y la ruptura de esquemas. A la protección del statu quo y el mínimo riesgo de nuestras autoridades contraloras.

Por eso nuestras compañías se concentran cada día más. Por eso el listado de las más grandes y exitosas sigue repitiéndose año tras año, lo mismo que el grupo de los mayores empresarios. En los EE.UU. y en Asia esas listas cambian enormemente y en muy corto tiempo: aquí no tenemos cambios drásticos desde la crisis del 83. Y la falta de cambio es desalentadora para las generaciones jóvenes y para los profesionales que van incorporándose al mundo de los negocios, que al igual que en el ejército de Napoleón, todos quieren llevar en el fondo de su mochila el bastón de mariscal.

César Barros

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