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Entre Oriente y Occidente: Orhan Pamuk

El debate entre un deseo de apertura hacia Occidente, por un lado, y la reivindicación de la propia cultura y de la vieja y tradicional Turquía, por otro, recorre las novelas del Premio Nobel de Literatura, el turco Orhan Pamuk. Los argumentos de sus libros atraviesan siglos y pueden focalizarse en el arte o en la política pero tienen en común el placer de narrar y enhebrar historias y personajes. Las novelas que recién ahora se publican aquí son producto de ese conflicto.

Un viejo militante comunista y ateo, en un pueblo perdido de Turquía, apoya a su hija para que vaya al Magisterio con el velo de las mujeres musulmanas, a pesar de que ninguno de los dos profesa la religión del islam. Es un gesto político, en señal de rebelión a la imposición del Estado que prohíbe, en la escuela, el uso del chador. El debate entre un deseo de apertura identificado con la occidentalización, por un lado, y la reivindicación de la propia identidad y de la cultura islámica, por otro, recorre las novelas del Premio Nobel de Literatura, el turco Orhan Pamuk, en argumentos que atraviesan siglos y pueden focalizarse en el arte o la política pero tienen en común el placer de narrar y enhebrar historias, la sutileza en el análisis, el amor por la belleza y el fino despliegue de los contrastes entre Este y Oeste.

Desconocido en la Argentina, a donde no había llegado aún ninguna de sus novelas —en marzo una editora local se quejaba de la dificultad para importarlas de España—, ahora el Nobel hizo posible el desembarco de tres de ellas y de su biografía Estambul. La paradoja citada al comienzo forma parte de la trama de Nieve, y es un ejemplo de la complejidad con que Pamuk plantea un dilema cultural y de su predilección por construir personajes alejados del estereotipo, que viven "el límite peligroso de las cosas: el ladrón honesto, el asesino sensible, el ateo supersticioso", como reza el epígrafe de Robert Browning que inaugura la novela.

Nacido en 1952 en un hogar burgués de Estambul, Pamuk vivió en su propia familia la fuerte occidentalización instaurada en su país por Kemal Ataturk, fundador de la República de Turquía, luego de la caída del Imperio Otomano. Las medidas modernizadoras iniciadas a mediados de la década del 30 incluyeron desde el reemplazo de la Sharía, la ley islámica, por códigos europeos, la emancipación de las mujeres con el derecho al voto y la abolición de la poligamia, hasta la prohibición del uso del velo y del fez, la adopción del alfabeto latino y la expulsión de los términos árabes y persas del idioma, al punto que hoy para los turcos es difícil entender poemas escritos hace 100 años.

Aunque se declara occidentalizado y satisfecho de serlo, Pamuk es crítico de la forma en que la elite gobernante impuso esa modernización, muchas veces a través de la coacción de gobiernos militares que no intentaron combinar orgánicamente las dos culturas y arrasaron con costumbres retrógradas pero también con la vitalidad y la riqueza cultural del imperio Otomano. "Turquía no debería preocuparse por tener dos espíritus, dos almas", afirma en la convicción de que el islamismo puede ser compatible con la modernidad y la democracia, en momentos en que su país intenta el ingreso a la Unión Europea.

Mientras llama la atención sobre la desatención merecida por el canon oriental, que considera poco explorado, desde los textos persas a los chinos, indios o japoneses, Pamuk cita entre los escritores que lo marcaron a Faulkner, Woolf, Conrad, Nabokov, Borges y Proust.

Aunque no se considera a sí mismo un escritor político, asume esta posición como inevitable, casi forzada por las circunstancias. Sus breves comentarios sobre la matanza de kurdos y armenios en 1915, realizada en el diario suizo Tages Anzeiger, le valieron una demanda en los tribunales turcos, ya que el gobierno de su país sigue negando el genocidio armenio. Por otra parte, a pesar de que es criticado por sectores radicales por sus manifestaciones políticas, Pamuk es considerado una celebridad nacional en Turquía: es casi tan popular como una estrella de rock, la gente lo saluda por la calle y los taxistas no le cobran el viaje.

Salvo unos años pasados en Estados Unidos, Pamuk vivió siempre en Estambul, y el libro que lleva este nombre es un recorrido por su infancia y adolescencia que indaga en el sentimiento colectivo de la ciudad, la visión que tienen de ella los estambulíes, el testimonio de escritores europeos como Flaubert o Gerard de Nerval, y los grandes escritores turcos que desarrollaron la "imagen fantástica" de Estambul. Sede del Imperio Romano de Oriente, Constantinopla, la dorada Bizancio, la capital del Imperio Otomano, hoy está hundida en la decadencia. Y recordando la tristeza de la que habla Levi Strauss en Tristes Trópicos, Pamuk escribe que lo que a ellos los define es la amargura que afecta a su cultura. "En Estambul, los restos de la Historia y los restos de las victorias y las civilizaciones del pasado están demasiado próximos", explica. Por muy descuidados que se encuentran sus monumentos y mezquitas, las fuentes y oratorios en cada esquina "recuerdan a los millones de personas que viven en ellos que son lo que queda de un gran imperio".

Pero a la vez que indaga en ese sentimiento colectivo, el escritor también se deja llevar por su amor a la ciudad. "Cada vez que empiezo a hablar del Bósforo, de Estambul, de la belleza de sus calles o de su poesía, una voz interior me previene de que no debo exagerar", reflexiona, para concluir que para escribir sobre ella debe hablar también de la luz misteriosa que la ciudad y su miseria proyectan en su vida.

La violencia política

Algo de ese sentimiento contradictorio está presente en Nieve, una novela que fue cuestionada tanto por los islamistas como por los republicanos de su país, que transcurre en la década del 90 y cuyo tema es abiertamente político. Su protagonista es justamente un poeta turco, que vuelve a Turquía después de años de exilio en Frankfurt y encuentra una Estambul deteriorada, sin huellas de la ciudad vital de su juventud. Impulsado por el deseo de descubrir el país real y reencontrarse con una mujer que cree amar, Ka acepta el viaje al pueblo de Kars como corresponsal del diario La República. Tiene la misión de cubrir dos hechos disímiles: las elecciones municipales, luego del asesinato del alcalde, y una extraña epidemia de suicidios entre las mujeres jóvenes. Ambas noticias, de poca monta para el diario de Estambul, tienen un trasfondo de miseria, pérdida de identidad y falta de futuro en ese pueblo de frontera devastado, donde abunda el desempleo, el islamismo político gana adeptos entre los pobres y la violencia emerge repentinamente en la vida cotidiana, como un disparo en la placidez de una casa de té.

Sumido en sus cavilaciones, más atento a su amor y a la inspiración poética perdida que retorna con la nieve, Ka escucha a todos desde cierta distancia entre irónica y compasiva, pero avanza inevitablemente hacia un destino que lo involucra en el absurdo golpe militar que ha estallado. Un narrador que se va despegando del punto del vista del protagonista, que anticipa puntualmente las muertes futuras, va creando un clima ominoso, en un mundo donde la tragedia y el grotesco se unen. Hasta el diario local que escribe las noticias que todavía no han ocurrido tiene fuerza de oráculo y los personajes más temibles reflexionan largamente sobre la existencia de dios y se detienen a narrar hermosas parábolas orientales.

Nieve enhebra historia tras historia a la manera de Las mil y una noches, y da la voz a personajes nobles o ridículos, y a las múltiples posiciones y sentimientos en conflicto: el joven Necip, islamista "de corazón puro" y escritor de ciencia ficción; el temible Azul, capaz de "matar por la belleza", el director que defiende la libertad de las mujeres a partir de una medida autoritaria o un ex comunista mediocre que encuentra su destino al abrazar el islam político. Pero es la voz de las mujeres la más inteligente y conmovedora. "El deseo de suicidarse significa ser dueñas de nuestro propio cuerpo", dice una de ellas. "Queda feo hablar de Occidente como si sólo hubiera un punto de vista", le dice el protagonista Ka al islamista Azul y está claro en la novela que resulta igualmente errado hablar de Oriente con mirada simplificadora y reduccionista.

Sobre el arte y el estilo

Si con Nieve, Pamuk acerca al lector occidental a los debates actuales de su cultura, en su novela anterior, Me llamo rojo, lo transporta mágicamente hacia el remoto imperio Otomano, en el siglo XVI, época en que el esplendor cultural, añorado nostálgicamente por el escritor, comienza su decadencia.

El mandato del Sultán de ilustrar un libro secreto a la manera de los maestros venecianos pone en marcha una trama de intrigas y asesinatos, donde el conflicto principal es de índole estética: el pedido pone en cuestionamiento los criterios de representación milenarios heredados de los miniaturistas persas. La confrontación entre Oriente y Occidente vuelve a plantearse en la novela, pero esta vez en el terreno de la pintura, un arte que Pamuk abrazó en su juventud antes de dedicarse a escribir. La orden del Sultán de pintar en el estilo renacentista implicaba introducir el retrato, la perspectiva y el estilo del artista, vedados por los preceptos islámicos que veían a la figuración como una herejía. La pericia de los antiguos ilustradores de la corte consistía en representar a los personajes de manera genérica y siempre en función de ilustrar una historia. Temerosos del castigo de la autoridad religiosa y acosados por el remordimiento de abandonar su propia tradición, los artistas se enfrentan entre ellos, discuten sobre el sentido de su práctica, recuerdan antiguas leyendas que iluminan ese debate estético, y reconocen dentro de sí mismos, con culpa y temor, la atracción que también sienten por ese nuevo arte. Los tienta el deseo de verse retratados, de encontrar el propio estilo, de estampar la firma al pie de la obra, rasgos de individualidad, tan ausentes entre los antiguos maestros turcos como entre los artistas medievales.

Y así como en la pintura renacentista tanto las personas como los animales y las cosas son retratados en sus rasgos propios, en la novela de Pamuk todos tienen su propia voz, desde el color rojo a un árbol en una ilustración, un perro que recuerda el "Coloquio de los perros" de Cervantes, quien poco antes había guerreado con los turcos en Lepanto, una pícara buhonera celestina y los distintos personajes que narran alternativamente, en primera persona, con humor y malicia, infinidad de historias en torno del libro secreto y los crímenes que desencadena. Entre esos narradores se encuentra el mismo asesino, que el lector deberá descubrir como si rastreara sus rasgos en una pintura, como él mismo sugiere: descubrirlo a partir de sus palabras y colores, ya que "esa cosa llamada estilo sobre la que tanto insisten es sólo un error que nos conduce a dejar un rastro personal". Y así como se puede leer la huella de un asesino en su estilo, la celestina, analfabeta pero astuta, también enseña a leer los significados ocultos en una carta de amor, a interpretar gestos, pliegues y perfumes como una escritura. Es ese juego amoroso y detectivesco de todo lector que se precie, un juego de trampas y sorpresas que también invita a seguir las huellas inconfundibles de Pamuk, ese impulso infinito de hilvanar historias, la capacidad de encantamiento a través de la invención y la poesía, tan propia de la tradición oriental que gusta rescatar, porque, como se dice en la novela del niño Orhan, su escritor, "no hay mentira a la que no sea capaz de recurrir, con tal de que la historia sea hermosa y nos la creamos".

ALEJANDRA RODRIGUEZ BALLESTER.

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