Perfil de Fidel y Raúl Castro
Un líder nacional, bonapartista, locuaz, magnético y carismático. Eso ha sido Fidel Castro. Raúl, en vez, es un militante comunista en el que conviven una rara mezcla de racionalidad y fantasía. Un tipo que sabe que a veces hay que dar dos pasos adelante y uno atrás. Después de todo, él ha sostenido al aparato revolucionario todos estos años.
Por esos días había rumores de atentados en su contra. Entonces, y para conjurarlos, pronosticó que la revolución lo sobreviviría. Había, dijo, camaradas "más extremistas" que él dispuestos a conducirla. Por si hubiera dudas anunció que el sucesor sería su hermano Raúl.
Corría el año 1959. Y el anuncio de Fidel se produjo casi inmediatamente después de las ejecuciones masivas que, por esos mismos días, Raúl practicó en Santiago de Cuba.
"Sin una noche de San Bartolomé, las dificultades que vamos a encontrar de aquí en adelante serán muchas" -le había dicho a Fidel el 8 de junio, apenas juró uno de los gabinetes de Urrutia, entonces Presidente provisional.
Según cuenta Huber Matos -quien entró triunfante a La Habana, con Fidel y con Camilo Cienfuegos, el 6 de enero del 59, poco antes de caer preso durante veinte años y a quien todavía se le puede ver en algunos posters de adolescentes- no había que sorprenderse por el consejo. Incluso cuando peleaba en el Segundo Frente Oriental, Raúl tenía tiempo para inventar juicios y deshacerse de sus rivales.
Mientras Fidel hacía discursos en la Universidad de Princeton, emborrachaba la perdiz a un agente de la CIA y la revista "Life" le consagraba una portada, y por todas partes se le proclamaba como un socialdemócrata, alguien a quien los jesuitas habían bien enseñado, Raúl Castro, con esa cara mofletuda de ascensorista o de notario, como si fuera un Carlos Altamirano plebeyo, ya poseía la rara mezcla de racionalidad y de fantasía de un militante comunista.
Y es que Raúl Castro Ruz está lejos de ser el hermano estúpido de Fidel, una simple comparsa del héroe.
Él ha sido desde el inicio el tipo que ha estado en la trastienda del régimen, en la cocina, ordenando al personal y sujetando la estantería, a patadas si es necesario. Él ha tenido la tarea de administrar el medio específico de cualquier Estado: la coacción. Detrás de la megalomanía hipnótica y la fiebre milenarista de Fidel (que alguna vez nos contagió a todos o a casi todos) ha estado, año tras año y así durante más de cuarenta, la pulcritud burocrática y los pies bien puestos sobre la tierra de Raúl. Uno de esos sujetos que sirven al líder y esperan con lealtad su muerte para sucederlo.
Murió el Che, esa pasión inútil; murió Camilo Cienfuegos, ese guajiro alegre; murió la libertad de Huber Matos; murió Ochoa, el héroe de Angola; murió De la Guardia; murió la profecía de Oppenheimer; murió la Unión Soviética; murió el entusiasmo por la revolución; murió Marx; murió la historia.
Nosotros mismos no nos sentimos nada bien.
Pero Fidel y Raúl siguen allí. Uno con aspecto de gigante elocuente. El otro con su cara de notario de San Miguel. Y es que los lazos de familia son casi más fuertes que la revolución.
La historia
Fueron seis hermanos, hijos de padre gallego y madre cubana. El padre -un analfabeto que luchó en la guerra de independencia y fue empleado de la United Fruit Company- llegó a tener diez mil hectáreas.
Fidel no fue de familia terrateniente. Fue hijo de alguien que hizo dinero, lo que es distinto. Eso lo despojó de cualquier sentimiento de superioridad aristocrática.
Si bien la revolución acabaría quebrando a la familia (su hermana Juana Castro hizo propaganda contra la revolución y los más viejos han de recordarla en su visita a Chile en 1964), Fidel mantuvo desde temprano especiales vínculos con Raúl. Confundido por su aire inofensivo, le aconsejó seguir una carrera administrativa, lo trajo a La Habana, al colegio (La Salle primero, Belén después), y lo tomó a su cuidado ("Dénme la responsabilidad, yo me ocupo de él", le dijo a su padre). En ese entonces, a Raúl, por lo inquieto, le decían "Pulguita".
Así comenzó todo. En el Colegio La Salle. Fue un asunto de responsabilidad familiar.
El resto es historia más o menos conocida. Pero no está de más recordarla para aquilatar la índole del liderazgo de Fidel.
La Cuba de la época no era propiamente un estado nacional, en el sentido moderno de la expresión. Se había liberado de España con el apoyo de Estados Unidos, bajo cuyo amparo quedó -hay gobernadores militares y todo eso hasta 1901- en virtud del Tratado de París. Estados Unidos discute y promueve seriamente la anexión de la isla hasta que se plebiscita una constitución que le concede a Cuba el carácter de república.
Con un pequeño detalle.
El congreso de Estados Unidos se reserva el derecho de intervenir en los asuntos internos de Cuba. Fue la enmienda Platt. Los cubanos buscaron y buscaron en los libros: no había duda, eso no era soberanía.
Por eso la revolución cubana es tan evocadora y tan rara. En América Latina (con la sola excepción de México) hubo revoluciones políticas, pero no revoluciones sociales. Y ésa es la peculiaridad de la revolución cubana. Es una mezcla de revolución con sentido nacional (su figura fue José Martí) y revolución social.
Todo eso en un país con un capitalismo apenas colonial. Nada que ver con los manuales al uso. No había proletariado industrial y la burguesía, en el sentido técnico de la expresión, escaseaba. Había caudillos, militares más o menos envilecidos, una minoría blanca dominante y amplias masas campesinas que rezaban por las noches y despertaban haciendo vudú por las mañanas.
Con razón los soviéticos -tan apegados que eran a los manuales: quizás por eso desaparecieron- no confiaron de buenas a primeras.
"¿Qué clase de tipos son éstos? ¿Quiénes son?" -preguntó Krushev en enero del 59, antes de mandar un agente a averiguar en qué iba este asunto.
Mientras tanto, Fidel iba a Washington tratando de despertar confianzas. Nunca sabremos si ese Fidel era un embaucador que trataba de hacerse fuerte y ganar tiempo (hablaba en Princeton, hacía paseos a los monumentos de Lincoln y Jefferson y se tomaba fotos recordando, sin duda, sus tiempos de niño, cuando le decían "Titín" y escribió a Roosevelt pidiéndole "ten dollars bill green american") o un líder nacional que poco a poco se dio cuenta de que Estados Unidos iba a ser siempre, a pesar de las declaraciones de buena voluntad, ese que acecha al otro lado del espejo.
Pero de su carácter de líder que ajiza el nacionalismo cubano y hasta cierto punto lo constituye, no hay duda. Lo que no sabemos es si Fidel además fue marxista desde el inicio.
Si leemos sus declaraciones -cum grano salis: nosotros ya tenemos experiencia en los recuerdos de los dictadores-, Fidel, cuando era joven, no leía a Marx sino a Martí. Claro que en su opinión Martí ¡fue un precursor de Lenin!
En cualquier caso, mientras él leía a Martí, Raúl ya era marxista. Eso sí. Aquí no hay dudas. El propio Fidel lo reconoce. Raúl fue de una sola línea desde joven.
Como el Che, que ha sido el único personaje homérico (por lo valiente, lo iluminado y lo cruel) que ha producido latinoamérica.
El Che
Todos los testimonios -los del propio Fidel, los de Matos, los que recoge Jon Lee Anderson en su biografía de Ernesto Guevara- reconocen o insinúan que inicialmente hay más cercanía política entre el Che y Raúl que entre el Che y Fidel.
Desde luego, fue Raúl quien conoció a Ernesto -todavía no era el Che- en un viaje a México, cuando escapaba de la policía. Todos los relatos coinciden en que desde un principio se tuvieron estima. Raúl había militado en las Juventudes Comunistas, hecho trabajos de propaganda y asistido al Festival Mundial de la Juventud en Bulgaria. La casualidad hizo que casi simultáneamente se encontrara con Nikolai Leonov -un funcionario soviético de relaciones exteriores-, a quien había conocido en Sofía. Cuando Jon Lee entrevistó a Leonov -casi cuarenta años después de ese encuentro-, éste todavía recordaba el interés del Che y de Raúl por el proyecto soviético.
A la hora del triunfo, el Che y Raúl se mantienen en la segunda fila. Raúl pasa a ser gobernador militar y el Che, comandante de La Cabaña (la vieja guarnición española en La Habana). Pero la segunda fila era sólo una apariencia. En secreto, ambos se reúnen para diseñar una alianza de largo plazo entre el Movimiento 26 de Julio y el Partido Comunista y organizar el aparato de Inteligencia y Seguridad del Estado (el famoso G2).
Todo eso hasta que se establecen relaciones formales con Moscú el 8 de mayo de 1960 y las cosas empiezan definitivamente a cambiar.
Principia entonces la gigantesca emigración de las clases alta y media a Miami (a fines de la primavera ya se habían ido unas 60.000 personas) y la seducción de los intelectuales.
Los cubanos de clase alta se van y llegan los escritores.
Los Congresos Culturales reúnen a intelectuales de gran prestigio atraídos por el romanticismo verde oliva y el carisma de Fidel. Los primeros de todos son Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Sartre -el intelectual por antonomasia de los sesenta- llama al Che "el ser humano más completo de nuestra época".
Ellos y los intelectuales
Uno de los aspectos más misteriosos de la revolución cubana es su capacidad de seducir a los intelectuales. Quizás las aptitudes de narrador de Fidel o su capacidad de ensoñación influyen. El hecho es que en los sesenta -desde Günther Grass a los escritores locales- casi no hay intelectuales distantes de la revolución. Y es que, como puso Goya en uno de sus aguafuertes, "los sueños de la razón producen monstruos".
Hasta que ocurre el caso Padilla.
Padilla escribe "Fuera del Juego" donde, entre otros, se incluye "Instrucciones para entrar en la nueva sociedad": "Lo primero: optimista. Lo segundo: atildado, comedido, obediente. (Haber pasado todas las pruebas deportivas). Y finalmente andar como lo hace cada miembro: un paso al frente, y dos o tres atrás: pero siempre aplaudiendo".
El libro recibe un premio otorgado por un jurado en el que estaba Lezama Lima. Fue demasiado. Bastó para que la práctica que Raúl había iniciado en el Frente Oriental (los juicios y las autoinculpaciones) se echara a andar. Igual que los juicios que Koestler relata en "Oscuridad a mediodía" (tomados del estalinismo). Padilla se hinca ante sus verdugos y se maltrata en busca del perdón.
El incidente genera el rechazo de los mismos intelectuales (Sartre, Vargas Llosa, Sontag, Pasolini, Ernzensberger, Carlos Fuentes, Calvino) que antes aplaudieron al régimen o se dejaron mimar por él.
Para Fidel todo esto fue un mazazo, pero para Raúl no fue nada serio. Él ya sabía de estas cosas: el año 1968 ya había atacado públicamente a Norberto Fuentes y al propio Padilla mediante la revista del Ejército "Verde Olivo". Por eso a él se le vio siempre más cómodo con guajiros y con soldados que fabulando o perorando con Cortázar o García Márquez.
Y es que él, Raúl Castro Ruz, es un tipo consciente de que el poder es ante todo un asunto fáctico. Esa conciencia le viene de perillas ahora que el tema de la sucesión comienza a plantearse en Cuba.
La sucesión en política
El tema de la sucesión en el Estado es relativamente sencillo cuando gobiernan las reglas. Es cosa de aplicar el procedimiento y ya está. A rey muerto, rey puesto. El asunto se complica cuando no son las reglas sino una voluntad individual la que manda.
Y ese es el problema de la sucesión en Cuba.
Porque Fidel fue siempre un líder bonapartista, un sujeto a quien le gustaba hacer referendos espontáneos con las masas hechizadas por sus discursos.
Lo hizo desde muy temprano para presionar a los gobiernos provisionales y lo siguió haciendo más tarde, una y otra vez, enfrente de cada dificultad.
El momento más notable ocurrió para el derrumbe de la URSS: reunió entonces al pueblo y al borde de las ruinas gritó brillante y enardecido: ¡Socialismo o muerte! Y todas las profecías -Oppenheimer aseveró con seguridad pasmosa que la hora final de Castro había llegado- fracasaron rotundamente.
Un líder nacional, bonapartista, prestigioso y carismático. Eso ha sido Fidel.
El problema es que el carisma -como el aura- no se hereda ni se reproduce. Como toda pasión, debe convertirse en rutina plácida para producir un orden estable. Si no lo logra, junto con la muerte del líder sobreviene el desorden.
Es lo que trató de evitar Fidel al escribir esas líneas que parecen testamento. No es que ocupe su verborrea para relatar su propia muerte. Es una manera de hacer creer al pueblo que cuando obedezcan a Raúl lo estarán obedeciendo a él.
Pero es difícil que algo como el desorden sobrevenga en Cuba. Sería subestimar a Raúl. Su historia muestra que es un tipo racional que sabe que a veces hay que dar dos pasos adelante y uno atrás.
Él no es locuaz ni carismático. Pero sabe mucho de estas cosas. Después de todo, él ha sostenido al aparato cubano todo este tiempo.
Supo hace 47 años que para tomar el poder era necesaria una noche de San Bartolomé.
Ahora sabe, detrás de ese aspecto de notario de San Miguel, que para salvar la revolución habrá que pactar con el diablo. Pero no hay problema: el diablo también lo sabe y no se negará.
Autor: Carlos Peña González, El Mercurio
Por esos días había rumores de atentados en su contra. Entonces, y para conjurarlos, pronosticó que la revolución lo sobreviviría. Había, dijo, camaradas "más extremistas" que él dispuestos a conducirla. Por si hubiera dudas anunció que el sucesor sería su hermano Raúl.
Corría el año 1959. Y el anuncio de Fidel se produjo casi inmediatamente después de las ejecuciones masivas que, por esos mismos días, Raúl practicó en Santiago de Cuba.
"Sin una noche de San Bartolomé, las dificultades que vamos a encontrar de aquí en adelante serán muchas" -le había dicho a Fidel el 8 de junio, apenas juró uno de los gabinetes de Urrutia, entonces Presidente provisional.
Según cuenta Huber Matos -quien entró triunfante a La Habana, con Fidel y con Camilo Cienfuegos, el 6 de enero del 59, poco antes de caer preso durante veinte años y a quien todavía se le puede ver en algunos posters de adolescentes- no había que sorprenderse por el consejo. Incluso cuando peleaba en el Segundo Frente Oriental, Raúl tenía tiempo para inventar juicios y deshacerse de sus rivales.
Mientras Fidel hacía discursos en la Universidad de Princeton, emborrachaba la perdiz a un agente de la CIA y la revista "Life" le consagraba una portada, y por todas partes se le proclamaba como un socialdemócrata, alguien a quien los jesuitas habían bien enseñado, Raúl Castro, con esa cara mofletuda de ascensorista o de notario, como si fuera un Carlos Altamirano plebeyo, ya poseía la rara mezcla de racionalidad y de fantasía de un militante comunista.
Y es que Raúl Castro Ruz está lejos de ser el hermano estúpido de Fidel, una simple comparsa del héroe.
Él ha sido desde el inicio el tipo que ha estado en la trastienda del régimen, en la cocina, ordenando al personal y sujetando la estantería, a patadas si es necesario. Él ha tenido la tarea de administrar el medio específico de cualquier Estado: la coacción. Detrás de la megalomanía hipnótica y la fiebre milenarista de Fidel (que alguna vez nos contagió a todos o a casi todos) ha estado, año tras año y así durante más de cuarenta, la pulcritud burocrática y los pies bien puestos sobre la tierra de Raúl. Uno de esos sujetos que sirven al líder y esperan con lealtad su muerte para sucederlo.
Murió el Che, esa pasión inútil; murió Camilo Cienfuegos, ese guajiro alegre; murió la libertad de Huber Matos; murió Ochoa, el héroe de Angola; murió De la Guardia; murió la profecía de Oppenheimer; murió la Unión Soviética; murió el entusiasmo por la revolución; murió Marx; murió la historia.
Nosotros mismos no nos sentimos nada bien.
Pero Fidel y Raúl siguen allí. Uno con aspecto de gigante elocuente. El otro con su cara de notario de San Miguel. Y es que los lazos de familia son casi más fuertes que la revolución.
La historia
Fueron seis hermanos, hijos de padre gallego y madre cubana. El padre -un analfabeto que luchó en la guerra de independencia y fue empleado de la United Fruit Company- llegó a tener diez mil hectáreas.
Fidel no fue de familia terrateniente. Fue hijo de alguien que hizo dinero, lo que es distinto. Eso lo despojó de cualquier sentimiento de superioridad aristocrática.
Si bien la revolución acabaría quebrando a la familia (su hermana Juana Castro hizo propaganda contra la revolución y los más viejos han de recordarla en su visita a Chile en 1964), Fidel mantuvo desde temprano especiales vínculos con Raúl. Confundido por su aire inofensivo, le aconsejó seguir una carrera administrativa, lo trajo a La Habana, al colegio (La Salle primero, Belén después), y lo tomó a su cuidado ("Dénme la responsabilidad, yo me ocupo de él", le dijo a su padre). En ese entonces, a Raúl, por lo inquieto, le decían "Pulguita".
Así comenzó todo. En el Colegio La Salle. Fue un asunto de responsabilidad familiar.
El resto es historia más o menos conocida. Pero no está de más recordarla para aquilatar la índole del liderazgo de Fidel.
La Cuba de la época no era propiamente un estado nacional, en el sentido moderno de la expresión. Se había liberado de España con el apoyo de Estados Unidos, bajo cuyo amparo quedó -hay gobernadores militares y todo eso hasta 1901- en virtud del Tratado de París. Estados Unidos discute y promueve seriamente la anexión de la isla hasta que se plebiscita una constitución que le concede a Cuba el carácter de república.
Con un pequeño detalle.
El congreso de Estados Unidos se reserva el derecho de intervenir en los asuntos internos de Cuba. Fue la enmienda Platt. Los cubanos buscaron y buscaron en los libros: no había duda, eso no era soberanía.
Por eso la revolución cubana es tan evocadora y tan rara. En América Latina (con la sola excepción de México) hubo revoluciones políticas, pero no revoluciones sociales. Y ésa es la peculiaridad de la revolución cubana. Es una mezcla de revolución con sentido nacional (su figura fue José Martí) y revolución social.
Todo eso en un país con un capitalismo apenas colonial. Nada que ver con los manuales al uso. No había proletariado industrial y la burguesía, en el sentido técnico de la expresión, escaseaba. Había caudillos, militares más o menos envilecidos, una minoría blanca dominante y amplias masas campesinas que rezaban por las noches y despertaban haciendo vudú por las mañanas.
Con razón los soviéticos -tan apegados que eran a los manuales: quizás por eso desaparecieron- no confiaron de buenas a primeras.
"¿Qué clase de tipos son éstos? ¿Quiénes son?" -preguntó Krushev en enero del 59, antes de mandar un agente a averiguar en qué iba este asunto.
Mientras tanto, Fidel iba a Washington tratando de despertar confianzas. Nunca sabremos si ese Fidel era un embaucador que trataba de hacerse fuerte y ganar tiempo (hablaba en Princeton, hacía paseos a los monumentos de Lincoln y Jefferson y se tomaba fotos recordando, sin duda, sus tiempos de niño, cuando le decían "Titín" y escribió a Roosevelt pidiéndole "ten dollars bill green american") o un líder nacional que poco a poco se dio cuenta de que Estados Unidos iba a ser siempre, a pesar de las declaraciones de buena voluntad, ese que acecha al otro lado del espejo.
Pero de su carácter de líder que ajiza el nacionalismo cubano y hasta cierto punto lo constituye, no hay duda. Lo que no sabemos es si Fidel además fue marxista desde el inicio.
Si leemos sus declaraciones -cum grano salis: nosotros ya tenemos experiencia en los recuerdos de los dictadores-, Fidel, cuando era joven, no leía a Marx sino a Martí. Claro que en su opinión Martí ¡fue un precursor de Lenin!
En cualquier caso, mientras él leía a Martí, Raúl ya era marxista. Eso sí. Aquí no hay dudas. El propio Fidel lo reconoce. Raúl fue de una sola línea desde joven.
Como el Che, que ha sido el único personaje homérico (por lo valiente, lo iluminado y lo cruel) que ha producido latinoamérica.
El Che
Todos los testimonios -los del propio Fidel, los de Matos, los que recoge Jon Lee Anderson en su biografía de Ernesto Guevara- reconocen o insinúan que inicialmente hay más cercanía política entre el Che y Raúl que entre el Che y Fidel.
Desde luego, fue Raúl quien conoció a Ernesto -todavía no era el Che- en un viaje a México, cuando escapaba de la policía. Todos los relatos coinciden en que desde un principio se tuvieron estima. Raúl había militado en las Juventudes Comunistas, hecho trabajos de propaganda y asistido al Festival Mundial de la Juventud en Bulgaria. La casualidad hizo que casi simultáneamente se encontrara con Nikolai Leonov -un funcionario soviético de relaciones exteriores-, a quien había conocido en Sofía. Cuando Jon Lee entrevistó a Leonov -casi cuarenta años después de ese encuentro-, éste todavía recordaba el interés del Che y de Raúl por el proyecto soviético.
A la hora del triunfo, el Che y Raúl se mantienen en la segunda fila. Raúl pasa a ser gobernador militar y el Che, comandante de La Cabaña (la vieja guarnición española en La Habana). Pero la segunda fila era sólo una apariencia. En secreto, ambos se reúnen para diseñar una alianza de largo plazo entre el Movimiento 26 de Julio y el Partido Comunista y organizar el aparato de Inteligencia y Seguridad del Estado (el famoso G2).
Todo eso hasta que se establecen relaciones formales con Moscú el 8 de mayo de 1960 y las cosas empiezan definitivamente a cambiar.
Principia entonces la gigantesca emigración de las clases alta y media a Miami (a fines de la primavera ya se habían ido unas 60.000 personas) y la seducción de los intelectuales.
Los cubanos de clase alta se van y llegan los escritores.
Los Congresos Culturales reúnen a intelectuales de gran prestigio atraídos por el romanticismo verde oliva y el carisma de Fidel. Los primeros de todos son Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Sartre -el intelectual por antonomasia de los sesenta- llama al Che "el ser humano más completo de nuestra época".
Ellos y los intelectuales
Uno de los aspectos más misteriosos de la revolución cubana es su capacidad de seducir a los intelectuales. Quizás las aptitudes de narrador de Fidel o su capacidad de ensoñación influyen. El hecho es que en los sesenta -desde Günther Grass a los escritores locales- casi no hay intelectuales distantes de la revolución. Y es que, como puso Goya en uno de sus aguafuertes, "los sueños de la razón producen monstruos".
Hasta que ocurre el caso Padilla.
Padilla escribe "Fuera del Juego" donde, entre otros, se incluye "Instrucciones para entrar en la nueva sociedad": "Lo primero: optimista. Lo segundo: atildado, comedido, obediente. (Haber pasado todas las pruebas deportivas). Y finalmente andar como lo hace cada miembro: un paso al frente, y dos o tres atrás: pero siempre aplaudiendo".
El libro recibe un premio otorgado por un jurado en el que estaba Lezama Lima. Fue demasiado. Bastó para que la práctica que Raúl había iniciado en el Frente Oriental (los juicios y las autoinculpaciones) se echara a andar. Igual que los juicios que Koestler relata en "Oscuridad a mediodía" (tomados del estalinismo). Padilla se hinca ante sus verdugos y se maltrata en busca del perdón.
El incidente genera el rechazo de los mismos intelectuales (Sartre, Vargas Llosa, Sontag, Pasolini, Ernzensberger, Carlos Fuentes, Calvino) que antes aplaudieron al régimen o se dejaron mimar por él.
Para Fidel todo esto fue un mazazo, pero para Raúl no fue nada serio. Él ya sabía de estas cosas: el año 1968 ya había atacado públicamente a Norberto Fuentes y al propio Padilla mediante la revista del Ejército "Verde Olivo". Por eso a él se le vio siempre más cómodo con guajiros y con soldados que fabulando o perorando con Cortázar o García Márquez.
Y es que él, Raúl Castro Ruz, es un tipo consciente de que el poder es ante todo un asunto fáctico. Esa conciencia le viene de perillas ahora que el tema de la sucesión comienza a plantearse en Cuba.
La sucesión en política
El tema de la sucesión en el Estado es relativamente sencillo cuando gobiernan las reglas. Es cosa de aplicar el procedimiento y ya está. A rey muerto, rey puesto. El asunto se complica cuando no son las reglas sino una voluntad individual la que manda.
Y ese es el problema de la sucesión en Cuba.
Porque Fidel fue siempre un líder bonapartista, un sujeto a quien le gustaba hacer referendos espontáneos con las masas hechizadas por sus discursos.
Lo hizo desde muy temprano para presionar a los gobiernos provisionales y lo siguió haciendo más tarde, una y otra vez, enfrente de cada dificultad.
El momento más notable ocurrió para el derrumbe de la URSS: reunió entonces al pueblo y al borde de las ruinas gritó brillante y enardecido: ¡Socialismo o muerte! Y todas las profecías -Oppenheimer aseveró con seguridad pasmosa que la hora final de Castro había llegado- fracasaron rotundamente.
Un líder nacional, bonapartista, prestigioso y carismático. Eso ha sido Fidel.
El problema es que el carisma -como el aura- no se hereda ni se reproduce. Como toda pasión, debe convertirse en rutina plácida para producir un orden estable. Si no lo logra, junto con la muerte del líder sobreviene el desorden.
Es lo que trató de evitar Fidel al escribir esas líneas que parecen testamento. No es que ocupe su verborrea para relatar su propia muerte. Es una manera de hacer creer al pueblo que cuando obedezcan a Raúl lo estarán obedeciendo a él.
Pero es difícil que algo como el desorden sobrevenga en Cuba. Sería subestimar a Raúl. Su historia muestra que es un tipo racional que sabe que a veces hay que dar dos pasos adelante y uno atrás.
Él no es locuaz ni carismático. Pero sabe mucho de estas cosas. Después de todo, él ha sostenido al aparato cubano todo este tiempo.
Supo hace 47 años que para tomar el poder era necesaria una noche de San Bartolomé.
Ahora sabe, detrás de ese aspecto de notario de San Miguel, que para salvar la revolución habrá que pactar con el diablo. Pero no hay problema: el diablo también lo sabe y no se negará.
Autor: Carlos Peña González, El Mercurio
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