El soberano que comercia por su cuenta perjudica los intereses de sus súbditos y arruina las rentas del estado (Abenjaldun).
Sabed que cuando los ingresos del imperio ya no bastan para cubrir las erogaciones y menesteres del gobierno, resultantes del progreso del lujo y sus exigencias, el jefe de Estado se encuentra obligado a hallar nuevos recursos y descubrir fuentes excepcionales para contar con numerarios y solventar sus compromisos. Entre tanto impone cargas sobre cuanta transacción mercantil efectuada por los súbditos y establece derechos de mercado, tal como dejamos asentado en el capítulo precedente; o bien aumenta los impuestos de toda especie ya existentes, o bien todavía apremia a los agentes del fisco y los receptores de renta a rendir nuevas cuentas, porque se supone que se han apropiado de una parte considerable de las recaudaciones, sin darle entrada en los asientos correspondientes.
Otras veces se procura incrementar los ingresos mediante la creación de empresas comerciales y agrícolas que operan a nombre del sultán. Viendo que los negociantes y los agricultores recogen cuantiosos provechos de sus respectivas actividades, a pesar de la modicidad de sus recursos pecuniarios, e imaginando que la ganancia es siempre en relación directa con el capital invertido, el soberano adquiere bestias, y se emprenden trabajos agrícolas con la esperanza de lograr buenas cosechas, e invertirlas en mercancías para especular con ellas y aprovechar las fluctuaciones del mercado, pretendiendo acrecentar así los ingresos del Estado y alcanzar grandes utilidades. Mas eso es un grave y nocivo error, bajo varios puntos de vista, a los intereses del pueblo: desde luego coloca a los agricultores y comerciantes en situación muy difícil para conseguir animales y mercancías, anulándoles los medios que facilitan a ello. Los hombres de estas clases, siendo más o menos de iguales posibilidades económicas, se hacen la competencia hasta los limites de sus medios; pero cuando tienen por competidor al mismo soberano, que dispone de sumas infinitamente mayores que las suyas, apenas alguno de ellos puede mantenerse en pie y seguir logrando un tanto de sus menesteres. Tal estado inunda los espíritus de tristeza y aflicción.
Además, ocurre con frecuencia que el sultán se apropia de productos y mercancías por la fuerza, o a un precio irrisorio, puesto que nadie osa discutirle, lo cual redunda en fuerte pérdida para los vendedores. Por otra parte, cuando cosecha los frutos de sus cultivos, tales como granos, seda, miel, azúcar y otros productos de esta índole, o que ya se encuentre en posesión de una grande cantidad de diversas mercancías, al estar obligado a subvenir inmediatamente las necesidades del Estado, no puede esperar la temporada de los mercados, ni la demanda regular de esos artículos; por tanto, compele a los comerciantes de los respectivos ramos a comprárselos, y a un precio que excede regularmente el valor real de dichos artículos. De tal suerte se ven privados de su dinero contante, sobrecargados de mercancías que quedarán en su poder largo tiempo inactivas, y forzados a suspender las operaciones que les producían para vivir. Por esta razón, cuando la necesidad de dinero los apremia a vender una parte de esas mercancías, apenas le sacan un exiguo precio, debido al estado siempre languidecente del comercio.
Quizá suceda a menudo que un negociante o un agricultor se deshaga así de sus fondos gradualmente, hasta agotar su capital, y verse obligado a cruzarse de brazos. Casos semejantes se reproducen frecuentemente, con gran perjuicio para el público: en consecuencia concluyen en no alcanzar ganancia alguna, en sentirse agobiados por una dura estrechez, y carentes de todo aliento para seguir bregando en sus ocupaciones. Los ingresos del país se resienten, puesto que consisten casi enteramente en contribuciones pagadas por los agricultores y los comerciantes. Sobre todo después del establecimiento de derechos de mercado para incrementar la renta del gobierno que ello se hace más sensible. Si los agricultores y los comerciantes renuncian a sus actividades, la renta deja de existir, o cuando menos sufriría una merma enorme. Si el soberano comparara las débiles utilidades (que derivan de sus empresas comerciales y agrícolas) con las sumas provenientes de los impuestos, las encontraría menos que insignificantes. Aun cuando estas operaciones le rindieran considerablemente, le causarían mucho mayor pérdida del lado de la renta, porque ordinariamente no se le obliga a pagar los derechos de entrada ni de venta, mientras que a los demás comerciantes se les exige siempre la cuenta del erario. Añádase a ello que esas empresas gubernamentales implican una vulneración a los intereses de los súbditos, cuyo quebranto se traduce en menoscabo del reino. En efecto, si los súbditos del Estado carecen de oportunidad para incrementar su dinero en el comercio y la agricultura, dicho dinero se va disminuyendo día con día, y, una vez consumido por los gastos, quedarán en la ruina. Eso es un hecho que debe considerarse detenidamente.
Los persas escogían siempre para rey a un miembro de la familia real distinguido por su piedad, su bondad, su instrucción, su liberalidad, su valentía y generosidad, y, además, le hacían tomar el compromiso de gobernar con justicia, de no ejercer ninguna profesión, que pudiera perjudicar los intereses de sus vecinos, no practicar el comercio, a efecto de no interesarse en el alza de los precios, y no tener esclavos a su servicio, porque jamás dan buenos ni útiles consejos. En conclusión, únicamente las rentas del Estado pueden acrecentar la fortuna del soberano y aumentar sus medios. Nada fomenta mejor las rentas que el trato equitativo a los contribuyentes y su administración con justicia; de esta manera se sienten alentados y con disposición para trabajar tesoneramente a efecto de hacer fructificar sus dineros; de aquí el incremento de los ingresos del sultán. Toda otra fuente que un soberano pretendiera, la del comercio, por ejemplo, y la agricultura, perjudica de inmediato a los intereses del pueblo, a las rentas del Estado y al desarrollo del país.
Sucede a veces que un emir o el gobernador de un país conquistado se dedican al comercio, y obligan a los negociantes que llegan a su comarca a cederles sus mercancías, de productos agrícolas y otros artículos, a precios que ellos mismos fijan. Mercancías que almacenan hasta la temporada conveniente y las venden a precios bien altos a sus gobernados. Esto es peor todavía que el sistema adoptado por el sultán, y daña más gravemente los intereses de la comunidad. El soberano acoge en ocasiones los consejos de algunas de esas personas que manejan dichos ramos de comercio, es decir los negociantes o agricultores, porque cree que esas gentes, habiendo sido creadas en la profesión, la entienden bien. De acuerdo con el parecer de ese individuo, se compromete en el negocio y lo asocia a la empresa. Piensa que de este modo alcanzaría grandes ganancias rápidamente, sobre todo operando con exención de derechos y contribuciones. Esto es, seguramente, el medio más acertado e inmediato de acrecentar el dinero: pero semejantes personas parecen no sospechar del daño que sus ideas acarrean al sultán disminuyéndole sus ingresos. Los soberanos deben precaverse contra esos hombres y rechazar todas sus proposiciones, porque tienden a arruinar por igual la renta del príncipe y su autoridad. ¡Que Dios nos inspire para nuestra propia dirección, y nos beneficie con las buenas acciones! ¡El es omnisapiente!.
Ibn Haldún (Abenjaldun)
Otras veces se procura incrementar los ingresos mediante la creación de empresas comerciales y agrícolas que operan a nombre del sultán. Viendo que los negociantes y los agricultores recogen cuantiosos provechos de sus respectivas actividades, a pesar de la modicidad de sus recursos pecuniarios, e imaginando que la ganancia es siempre en relación directa con el capital invertido, el soberano adquiere bestias, y se emprenden trabajos agrícolas con la esperanza de lograr buenas cosechas, e invertirlas en mercancías para especular con ellas y aprovechar las fluctuaciones del mercado, pretendiendo acrecentar así los ingresos del Estado y alcanzar grandes utilidades. Mas eso es un grave y nocivo error, bajo varios puntos de vista, a los intereses del pueblo: desde luego coloca a los agricultores y comerciantes en situación muy difícil para conseguir animales y mercancías, anulándoles los medios que facilitan a ello. Los hombres de estas clases, siendo más o menos de iguales posibilidades económicas, se hacen la competencia hasta los limites de sus medios; pero cuando tienen por competidor al mismo soberano, que dispone de sumas infinitamente mayores que las suyas, apenas alguno de ellos puede mantenerse en pie y seguir logrando un tanto de sus menesteres. Tal estado inunda los espíritus de tristeza y aflicción.
Además, ocurre con frecuencia que el sultán se apropia de productos y mercancías por la fuerza, o a un precio irrisorio, puesto que nadie osa discutirle, lo cual redunda en fuerte pérdida para los vendedores. Por otra parte, cuando cosecha los frutos de sus cultivos, tales como granos, seda, miel, azúcar y otros productos de esta índole, o que ya se encuentre en posesión de una grande cantidad de diversas mercancías, al estar obligado a subvenir inmediatamente las necesidades del Estado, no puede esperar la temporada de los mercados, ni la demanda regular de esos artículos; por tanto, compele a los comerciantes de los respectivos ramos a comprárselos, y a un precio que excede regularmente el valor real de dichos artículos. De tal suerte se ven privados de su dinero contante, sobrecargados de mercancías que quedarán en su poder largo tiempo inactivas, y forzados a suspender las operaciones que les producían para vivir. Por esta razón, cuando la necesidad de dinero los apremia a vender una parte de esas mercancías, apenas le sacan un exiguo precio, debido al estado siempre languidecente del comercio.
Quizá suceda a menudo que un negociante o un agricultor se deshaga así de sus fondos gradualmente, hasta agotar su capital, y verse obligado a cruzarse de brazos. Casos semejantes se reproducen frecuentemente, con gran perjuicio para el público: en consecuencia concluyen en no alcanzar ganancia alguna, en sentirse agobiados por una dura estrechez, y carentes de todo aliento para seguir bregando en sus ocupaciones. Los ingresos del país se resienten, puesto que consisten casi enteramente en contribuciones pagadas por los agricultores y los comerciantes. Sobre todo después del establecimiento de derechos de mercado para incrementar la renta del gobierno que ello se hace más sensible. Si los agricultores y los comerciantes renuncian a sus actividades, la renta deja de existir, o cuando menos sufriría una merma enorme. Si el soberano comparara las débiles utilidades (que derivan de sus empresas comerciales y agrícolas) con las sumas provenientes de los impuestos, las encontraría menos que insignificantes. Aun cuando estas operaciones le rindieran considerablemente, le causarían mucho mayor pérdida del lado de la renta, porque ordinariamente no se le obliga a pagar los derechos de entrada ni de venta, mientras que a los demás comerciantes se les exige siempre la cuenta del erario. Añádase a ello que esas empresas gubernamentales implican una vulneración a los intereses de los súbditos, cuyo quebranto se traduce en menoscabo del reino. En efecto, si los súbditos del Estado carecen de oportunidad para incrementar su dinero en el comercio y la agricultura, dicho dinero se va disminuyendo día con día, y, una vez consumido por los gastos, quedarán en la ruina. Eso es un hecho que debe considerarse detenidamente.
Los persas escogían siempre para rey a un miembro de la familia real distinguido por su piedad, su bondad, su instrucción, su liberalidad, su valentía y generosidad, y, además, le hacían tomar el compromiso de gobernar con justicia, de no ejercer ninguna profesión, que pudiera perjudicar los intereses de sus vecinos, no practicar el comercio, a efecto de no interesarse en el alza de los precios, y no tener esclavos a su servicio, porque jamás dan buenos ni útiles consejos. En conclusión, únicamente las rentas del Estado pueden acrecentar la fortuna del soberano y aumentar sus medios. Nada fomenta mejor las rentas que el trato equitativo a los contribuyentes y su administración con justicia; de esta manera se sienten alentados y con disposición para trabajar tesoneramente a efecto de hacer fructificar sus dineros; de aquí el incremento de los ingresos del sultán. Toda otra fuente que un soberano pretendiera, la del comercio, por ejemplo, y la agricultura, perjudica de inmediato a los intereses del pueblo, a las rentas del Estado y al desarrollo del país.
Sucede a veces que un emir o el gobernador de un país conquistado se dedican al comercio, y obligan a los negociantes que llegan a su comarca a cederles sus mercancías, de productos agrícolas y otros artículos, a precios que ellos mismos fijan. Mercancías que almacenan hasta la temporada conveniente y las venden a precios bien altos a sus gobernados. Esto es peor todavía que el sistema adoptado por el sultán, y daña más gravemente los intereses de la comunidad. El soberano acoge en ocasiones los consejos de algunas de esas personas que manejan dichos ramos de comercio, es decir los negociantes o agricultores, porque cree que esas gentes, habiendo sido creadas en la profesión, la entienden bien. De acuerdo con el parecer de ese individuo, se compromete en el negocio y lo asocia a la empresa. Piensa que de este modo alcanzaría grandes ganancias rápidamente, sobre todo operando con exención de derechos y contribuciones. Esto es, seguramente, el medio más acertado e inmediato de acrecentar el dinero: pero semejantes personas parecen no sospechar del daño que sus ideas acarrean al sultán disminuyéndole sus ingresos. Los soberanos deben precaverse contra esos hombres y rechazar todas sus proposiciones, porque tienden a arruinar por igual la renta del príncipe y su autoridad. ¡Que Dios nos inspire para nuestra propia dirección, y nos beneficie con las buenas acciones! ¡El es omnisapiente!.
Ibn Haldún (Abenjaldun)
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